Nuestra salvación solo estaba hacia lo alto. Desde el amanecer del
día siguiente escalamos muy deprisa, a la desesperada, librando duros
combates en la “Fisura Delitiée” y atravesando el largo y
fantástico espectáculo, que constituía la llamada “Travesía de los
Dioses”, que con la caída de tanta nieve estaba peligrosa.
En lo alto de la Araña recordé la escena que había inundado mis
sueños. Allí era dónde mis compañeros aragoneses, coetáneos míos
en los anhelos por ser quiénes queríamos ser: los admirados Rabadá y
Navarro, vivieron su último drama.
Yo lo había vivido también día a día, siguiendo las noticias en la
radio, en el verano de 1963, mientras me encontraba en el campamento de
la Granja de las Milicias Universitarias haciendo el curso de alférez.
Cuando al cabo de unos días, al fin se dijo que los alpinistas
españoles habían muerto, toda la 22 Compañía de Infantería, con
Pedro Soto del Río, su capitán al frente, me dieron uno a uno, un
sentido pésame.
Pero ahora el que estaba en lo alto de la “Araña”, subiendo y
rehaciendo el drama que mis compañeros habían soportado era yo.
Allí en el borde superior derecho del glaciar de la Araña Blanca,
suspendido a 1.400 metros sobre los zócalos de la base, Ernesto Navarro
estuvo en pie, anclado a una clavija en la roca, con la maza colgando de
su muñeca derecha, y las cuerdas pasando por dos clavijas de hielo
uniéndole con su compañero Alberto Rabadá, que se había derrumbado
cara a la pared, agotado, con el piolet junto a su pecho, envuelto en
una costra de hielo y suspendido de la cuerda de Navarro. ¿Por qué
Rabadá se había quitado los crampones?
Navarro se quedó allí, manteniendo firme la cuerda de Rabadá, con la
esperanza de que se recuperara; momentos eternos que fueron horas o
días... ¿Cuánto tiempo pudo durar el sentimiento de ambos ante la
muerte, con esa conciencia difusa que precede al fin: morir, pasando por
ese estado de coma, en el que les sobrevendría un colapso cardiaco
producido por la extenuación física y la hipotermia.
¿Pudo haber seguido Navarro, solo hacia la cima, dejando allí a su
compañero?
La respuesta está en el misterio metafísico de este grandioso y
también tremendo juego que es el alpinismo. El alpinismo que tanto
sintoniza con la filosofía del idealismo absoluto, la que inundando al
hombre de coraje para levantarle de su vulgaridad, pretende que llegue
por fin a lo alto.
Continué escalando las llamadas “Fisuras de Salida”, cuatrocientos
metros de escalada que me exigieron muchos esfuerzos. En las “Fisuras
de Cuarzo” la escalada se hizo aún más difícil por el hielo que las
cubría. No encontré el rapel pendular que simplificaba ese sector y
proseguí directo hacia el Nevero Somital. Encontré la cumbre iluminada
por el sol que se ponía, mientras las nubes cubrían el resto de la
montaña, como si fuera un pasaje bíblico...
Habíamos escalado durante cuatro días, incluyendo un día perdido a
causa de la tormenta, sorprendidos por la intensa tempestad, superando
las caídas, rebelándonos ante los síntomas de ese profundo cansancio
que conocen bien quiénes suben a las cimas, sabiendo que hay que
continuar... hasta ese final...
Solo importaba seguir, poder bajar por la vertiente oeste, peligroso
descenso entre la niebla, extraviados en su inmenso y pendiente glaciar.
Por allí vagamos toda la noche mi compañero y yo, en el mismo lugar en
el que perecieron Nothdurft y Mayer, los alemanes que tras el accidente
de Stefano Longhi y Claudio Corti, continuaron hasta la cima en 1957,
montando allí su último vivac.
En el amanecer algo de claridad llegó a mi mente. Puse dos rapeles de
60 metros y descendí al fondo del glaciar Rotstock.
Mi compañero y yo llegamos ilesos al hotel Bellevue para tranquilizar
al atento y preocupado coronel Von Allmen, jefe de la seguridad alpina
de la zona.
El Eiger fue un resplandor en mi vida que me llenó de responsabilidad
y de respeto hacia mi existencia.
Con los pies helados me retiré de los Alpes aquél verano de 1969.
Recuerdo que cuando en un restaurante en Chamonix, unos guías
franceses supieron que venía de haber subido el “Eigernordwand” me
cedieron el paso mirándome como si llegara de las estrellas.
Un inmenso horizonte vertical se abría paso ante mí. Me había hecho
más fuerte y algo de sabiduría había llegado a mi espíritu para
neutralizar mi natural ignorancia.
El valor humano que representó para mí haber recorrido las
dificultades del Eiger ha sido desde entonces un tesoro imborrable, aún
hoy, más de cuarenta años después.
Hola Jesús: este cotarro se va animando. No sabes la alegría que me dá
ResponderEliminarleer lo que van escribiendo antigüos amigos, con los que coincidíamos
tanto en Riglos como en Etxauri y después de corrernos una buena
juerga, escalar las vías de los respectivos lugares, en franca
camaradería y pasarnoslo bien. Algunos no están como Morandeira o el
"Poncho". Pero el leer al "Suizo" o a Julio Porta que andan por ahí
con sus comentarios, me traslada a los tiempos jóvenes y me transmite
mucha vida.
Andais ahora a vueltas con lo de los libros de Riglos y yo debo ser un
afortunado, porque tengo en mi biblioteca un libro bien encuardernado
con fotocopias de aquellos tiempos, que algún maño me regaló. Puede
que sea el primero porque empieza en Junio de 1.946 y termina en Junio
de 1.957. En él estan muchas escaladas de aquellos tiempos, incluida
la primera al Puro y las que le siguen. Es una gozada ver esos dibujos
maravillosos hechos a plumilla y los comentarios. Espero que con el
homenaje a Rabadá y Navarro tenga la ocasión de dar abrazos a esa
cuadrilla con los que me ataba con esa cuerda que transmite buenos
sentimitentos. Para todos ellos mi mejor recuerdo de amistad. Gregorio
Ariz.
Querido amigo. Reitero mi agradecimiento por tus gratos mensajes.
ResponderEliminarCuando regrese del Perú te escribiré. Un abrazo.
www.cesarperezdetudela.com
Respuesta a Gregorio Ariz: En cierta ocasión, tú y tu pandilla estabais haciendo esquí de travesía en el Pico Arlas, al oeste del Anie, y provocasteis un alud, por fortuna sin consecuencias. Javier Urcina, "Suizo", estaba allí y lo vio todo.
ResponderEliminarEn una ocasión me relató esa avalancha en el Pirineo navarro.
¡Qué tal se portan los nietos, eh!
Desde Perú, César Pérez de Tudela se enfrenta a los colosos helados de la Cordillera Blanca. ¡Precaución, amigo César, una avalancha sepultó hace un par de semanas a un andinista español y a su guía!
¡Nada de morir en montaña, mejor sigue cobrando tu jubilación que para eso has cotizado!
Un abrazo.
Jesús Vallés
Amigo Jesus:Fue en la primera carrera de esqui de montaña que organizaron los amigos Navarros(Y mas tozudos que nosotros)no consintieron suspender la carrera y quedarnos en el recien estrenado refuguio de Belagua contenplando el metro y medio metros de nieve que habia caido aquella noche que tapo todos los coches y que tubimos que desenterrar a la hora de marchar.No nos escucharon y nos hicieron salir y lo el avalancha mas que aluz lo vimos claro los malos que andabamos remoloneando "rezagaos".Un saludo Gregorio a ti a tus hermanos a "Chucalo" y a Tapia si al jubilarse ha vuelto de Paris,y a todos de aquelas gueras del Pacharan.-
ResponderEliminarGregorio el libro te lo regale yo.-
ResponderEliminarGregorio Ariz 4 de Julio de 2.012
ResponderEliminarGracias Suizo por el libro, ya ves que lo guardo con cariño.
El alud lo provocamos los que ibamos en cabeza de la carrera y fué en el Lakora, pero nos desenterramos y salimos todos vivos. Así también se aprende.
Tapia está jubilado, pero sigue viviendo en París. Hace poco nos juntamos para celebrar los 40 años del Hoggar y el año que viene lo volveremos a hacer para celebrar lo de Groenlandia.
Espero que nos veamos pronto. Abrazos de Gregorio Ariz
Dos jóvenes alpinistas catalanes perdieron la vida el jueves en el descenso de la vía normal del Eiger. Habían subido por la arista Mittelegui. En el relato de César me ha llamado la atención el gran desafío que supone el descenso del Eiger por su vía "normal", la cara oeste, donde César tuvo que sacar fuerzas y claridad mental para instalar dos rápeles y conseguir bajar.
ResponderEliminarPor otra parte, la semana pasada, cinco alpinistas alemanes murieron al caer en el Lagginhorn (Valais). El caso es que yo subí esa montaña en 2004, sólo y con tormenta. Sin crampones en el ascenso por la arista rocosa, luego se puso a nevar y en la cumbre me los puse para bajar. En pocos minutos aquello se transformó en un filo de nieve vertiginoso donde no se podía cometer el mínimo error.
Así es nuestro deporte. Esta es nuestra pasión. La muerte es como una especie de amante celosa que nunca nos pierde de vista y nos está esperando a la vuelta de la esquina, en forma de avalancha, perdidos en la tormenta o resbalando en la pendiente.
¡Me gusta esto, que no cambie nunca!